Todos me dicen “Daniel, ¡estás loco!” pero esto es algo que nunca creí. Yo sé que si lo estuviera y realmente me estuviera imaginando todo, mi madre me hubiera ya encerrado para nunca más salir. Soy un niño inquieto, eso me dicen todos… que a pesar de mi apariencia elegante con hermosos y achinados ojos cafés y pelo marrón, soy un niño escurridizo y travieso.

Cada vez en cuando les cuento a mis compañeros de clase que exactamente las 11:11 de la noche escucho un tintineo afuera de mi casa,  y que cuando me asomo a la ventana del cuarto donde mi madre pinta (hermoso, a decir verdad), veo una especie de criatura hecha de hojas con tonalidades rojas, naranjas y amarillas, que se asimila tanto a cuando en otoño, las hojas se marchitan y caen de sus árboles; ellos me repiten “Daniel, ¡estás loco!”.

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Su silueta se mueve en torno al ritmo del viento. Sss sss sss. Se escucha mientras sigue deambulando. Lo raro, y lo que nunca llego a contar porque me pintan tonto, es que derrepente el señor de los colores, como le digo yo, se desvanece en cuanto el reloj marca 11:12 p.m.

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Me gustaría saber a dónde se va, pero en realidad, nunca he sido tan valiente para salir a hablarle. Lo curioso, es que tras la tercera visita del señor de los colores, este empezó a aparecer en mis sueños de una manera inusual. Él y yo, nos sentábamos mientras jugábamos ajedrez, lo cual… se me hace un poco extraño, pues yo nunca he aprendido a jugarlo, soy muy pequeño para entenderlo. Tras terminar el juego, y raramente siendo yo el ganador, sin pronunciar alguna palabra, percibo que tengo permitido hablarle, como si ganar significara eso… poder hablarle, aunque cada vez que estoy apunto de formular un saludo, me despierto de tarde con la luz de la luna en mi cama.

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Hoy fue una de esas noches.

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Como si pudiera volver a verlo pasada la medianoche, por primera vez me acerqué al estudio de mi madre y antes de llegar a la ventana me distraje con una pintura que brillaba con tanta intensidad que me encontré observándola de cerca. Pude ver rojo, naranja y amarillo. Los colores eran tan vivos que empecé a acercarme peligrosamente al lienzo y de repente, como sucede en esas películas mágicas que ves cuando eres más chico, aparecí en un lugar totalmente distinto.

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El cielo estaba pintado de los colores de un hermoso atardecer. Los animales eran preciosos, sutiles y extraordinarias ardillas y lo que parecían ser margaritas que flotaban a mi lado con colores de paz y, a maravillosa diferencia de la nuestra, la naturaleza se disfrazaba de una variedad de tonalidades turquesas y celestes. Tan sólo después de notar todo esto, pude ver por primera vez al señor de los colores, pero en esta ocasión, tenía un sombrero negro muy grande (que de hecho me hizo acuerdo al de los magos del circo), acompañado de rizos castaños y una iris que mezclaba rojo, naranja, y amarillo.

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Con una voz grave, triste y cansada me dijo:

—Estoy… solo.

Y yo, recordando mi corta vida le contesté:

—Yo también, señor de los colores. Siento mucho que se sienta así.

—Gracias, pero no deberías lamentarte por una alma perdida como la mía.

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Yo quise preguntarle a qué se refería con eso, pero no me pareció adecuado.

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Él y yo, caminamos en silencio disfrutando nuestra compañía hasta llegar a un lago que curiosamente era morado y me dijo con un tono de pena:

—Sabes Daniel… si tomas de esta agua, podrías acompañarme y hablarme para siempre… o eso dicen los rumores.

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Me pareció extraño que sepa mi nombre pero nuevamente decidí no preguntarle nada al respecto. ¿Qué perdería?, me dije a mí mismo, entonces sin pensarlo dos veces, ni mirar al rojo, naranja y amarillo de sus ojos, lo hice… y mi amigo... desapareció.

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De pronto, el mundo mágico empezó a cambiar. Primero humedad y después lluvia. El tono rojo, naranja y amarillo del cielo cambió a azul marino y grises claros y oscuros. Y las margaritas y ardillas desaparecieron y empezaron a surgir liebres y camelias, y la naturaleza ahora se remoja en las gruesas gotas de lluvia.

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No sabía cómo salir, ni sabía qué hacer. Al fin y al cabo, soy un niño escurridizo y travieso.

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“¡Puedo salir!”, grité para mí mismo pensando que pasaron unos cuantos minutos cuando en realidad ya era un niño perdido con iris de colores azules y grises. Convencido me guié por la lógica, formé con mis manos un pequeño recipiente y tomé del antes lago morado, y al hacerlo, me encontré viendo mi mundo, pero distorsionado y borroso. Mientras más caminaba por la oscuridad de la calle, me di cuenta por los reflejos del agua en el asfalto que mi silueta aparecía cuando el cielo se estaba cayendo y cuando los niños más traviesos estaban despiertos.